viernes, 29 de junio de 2012

Al ir (Bariloche I)


Salimos de noche, parece una ida acá nomás, a Neuquén. En los alrededores, los vehículos oficiales del petróleo, las camionetas, pululan. Pasamos un motociclista vestido con el mismo equipo naranja que usan los habitantes en la Antártida.
El rosa femenino de la luz de la mañana. El celeste bebé que pinta el cielo después. 
Veo un santuario de la Virgen y al lado uno del gauchito gil, como ese kiosco que se puso junto a otro para competir. Con el correr de los kilómetros, se verá que el santo moderno pagano sin canonización, gana claramente. 






Está el mate y la amplitud de la ruta que se me aparecía en mis sueños: el sumun. Esos yuyos que parecen pirinchos bien pajosos. Las lomas todavía suaves le darán onda a la estepa de la Patagonia que en la cercanía con La Pampa, por ejemplo, hace tan tedioso un viaje en auto. 

Las mesetas, más altas, se vuelven amarillas. 
Y llega la parte de Confluencia. Sus montañas rocosas amplificadas, protectoras. Por ahí me viene el recuerdo de una foto de Alaska. ¿Qué son esas coronas rojizas?. Ah, plantas de rosa mosqueta. No recuerdo haberlas visto tanto en esta parte, en otros años. Tal vez hacía mucho que no venía al principio del invierno. Villa Llanquín también está grande; si sigue así se convertirá en pueblo. Unos hilos de agua que vienen de lo alto circulan tranquilamente al costado de la ruta, a la izquierda nos sigue el pariente más grande que es el río Limay. La generosidad de los colores. 
Como frutilla del postre, un arco iris que va a parar a una cordillera nevada forma una línea para que Bariloche nos de la bienvenida.
Me doy cuenta que tengo una sonrisa petrificada en mi cara.
Lo inamovible de la vida siempre es más aceptable cuando se viaja.

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