Antes de
viajar a San Martín de los Andes, pensaba encabezar esta nota así:
“Si las
ciudades tienen una esencia, la de San Martín es la tranquilidad. Cada rincón
destila paz…”.
Sin embargo,
después de volver, mi opinión ha cambiado un poco. Está bien, no es aún esa
ciudad bastante movida de montaña que constituye Bariloche, pero tampoco es el
paraíso de calma que me pareció hace ocho años atrás, la última vez que había
ido.
Esta vez, se
escuchaban sirenas, me contaron de robos reiterados a viviendas. Además, siendo
este mes (temporada baja en turismo por acá) había bastante movimiento en las
calles, por la mañana y a la tarde. Eso
sí, si alguien quiere una fiebre de sábado por la noche con boliches, calles
atestadas de noctámbulos y demás, no la va a encontrar. En eso, San Martín
sigue conservando aires pueblerinos.
Una de las
cosas hermosas en esta época del año son
las flores. Creo que hasta el más reacio a la naturaleza, quedará seducido por
la brillantez de sus colores en esta localidad. Rosas de toda especie, unas flores
violetas, otras blancas; retamas que
explotan cual fuegos artificiales sobre las laderas. Lo que en otros lados
cuesta prender, acá crece como yuyo.
La gastronomía
es otro punto destacable. Hay pocos lugares, pero buenos. Cada desayuno,
helado, factura, bizcochito y comida que tomé, era muy recomendable.
No encontré
quién hiciera delivery, y un día casi entero no hubo electricidad porque la
empresa eléctrica hacía tareas de mantenimiento. Noviembre en San Martín…
Alguien se robó un azul metalizado de algún auto... (el lago Lácar)
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